Por
Enrique Moreno Laval sscc
En esta semana de noviembre, vuelve a comenzar
el Mes de María. Se trata de una larga tradición nacional que se ha mantenido,
con diversos matices, a través del tiempo. Recuerdo, cuando muy niño, el mes de
María rezado en la casa, junto a la cómoda de la pieza de mi bisabuela
convertido entonces en altar, y con toda la familia reunida. Cuando murió la
bisabuela, y yo tenía ya 11 años, empezamos a ir al mes de María de la
parroquia, acompañados fielmente por la mamá. Nos gustaba el mes de María. Algo
hermoso y lleno de afecto había en esa tradición mantenida hasta hoy.
Con el tiempo fui comprendiendo que María era la mamá de Jesús tal como yo tenía mi propia mamá, y esto me llenó de ternura y cariño por ella. Más tarde entendí que nuestra devoción por ella no podía consistir tan solo en rezos, cantos y flores sino que, sobre todo, había que aprender de su corazón; ese mismo corazón que fue forjando día tras día el corazón de su propio hijo Jesús. Y al aprender, había que imitarla en sus actitudes frente a Dios y frente a los demás,
Entendí que María había sido una mujer creyente como tantos y tantas creyentes que vinieron después. Como yo mismo. Y una mujer creyente que había trabajado su fe superando dudas, temores, dolores, y mirando el presente y el futuro con alegría y esperanza. Me gustó verla en el Evangelio preocupada por los demás, donde su prima Isabel o en aquella fiesta de matrimonio en Caná. Me gustó verla en el templo presentando al niño y consagrándolo a su Dios, pero también como mamá angustiada por el hijo perdido entre los jefes del templo. Me gustó verla siguiendo a Jesús por los caminos, pero sin amarrarlo, sin absorberlo, sino soltándolo, dejándolo ser. Me gustó verla de pie junto a la cruz, mamá hasta el final junto al hijo. Desde Belén hasta esa cruz en Jerusalén, nunca dejó de tenerlo en sus brazos.
Nuestro
Esteban Gumucio la llamó “mamá con olor a leche”. Por mi parte, le doy un beso
cada mañana en la capilla de mi casa.
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