Por
Enrique Moreno Laval sscc
Uno de los gestos cristianos que más compromete
a la persona creyente es la celebración de la eucaristía, o de la misa, como
solemos decir desde antiguo. No se trata de un mero rito o tan solo de un acto
cultual. Celebrar la eucaristía es hacer memoria de toda la vida de Jesús,
sintetizada en aquellos gestos suyos y palabras de esa cena de despedida que
tuvo con sus discípulos, antes de ser muerto violentamente en la cruz. Pero
tampoco es una memoria cualquiera. Según la propia palabra de Jesús: quienes lo
recordamos debemos hacer lo mismo que él hizo, es decir, amar hasta las últimas
consecuencias, hasta la sangre si fuera necesario. Es esto lo que significan
las palabras “en memoria mía”.
Se equivoca quien crea que hacer aquello en
memoria de Jesús se reduce a un repetir palabras y gestos rituales, y nada más.
Se trata de llegar a vivir como Jesús, es decir, a pensar, sentir y amar como
él. ¿Es mucho pedir? ¿Nos escandaliza? ¿Lo consideramos demasiado exigente?
Algunos que escuchaban en directo a Jesús efectivamente se escandalizaron y se
fueron por otros caminos. ¿Quién puede soportar estas palabras? –se decían
entre ellos. Es lo que leemos en los textos del evangelio en estos domingos. Pero
no hay alternativa: o se está con Jesús o se está en contra suya.
Es muy probable que no podamos conseguir la
debida coherencia al primer intento. Serán necesarios muchos y sucesivos
empeños para ir acercándonos poco a poco a ese ideal planteado por Jesús. Deberemos
ejercitar la paciencia con nosotros mismos y el valor para volver a comenzar
una y otra vez. Lo que no podemos hacer jamás es resignar el esfuerzo y aceptar
indolentemente nuestra derrota en la lucha por ser mejores cristianos.
La eucaristía dominical
deberá constituir el momento preciso en que volvamos a comprometer lo mejor de
nosotros para vivir en estrecha comunión con Jesús y en auténtica solidaridad
con nuestros hermanos y hermanas. Solo así se cumplirá aquello que decía san Alberto Hurtado: “Mi vida es una misa prolongada”.
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