Por Enrique
Moreno Laval sscc
Si uno quiere
asumir su vida con cierta seriedad y responsabilidad, le será útil tener un
“proyecto personal” que lo ayude a fijar prioridades y a jugarse
disciplinadamente por aquello que es lo más importante. Lo esencial. Jesús,
plenamente humano, no constituyó una excepción a esta regla. Progresivamente
fue configurando su ideal de vida hasta que lo concretizó en lo que él llamó el
“reino (o reinado) de Dios”. Es decir, el proyecto de su Padre Dios asumido con
todo su corazón, con toda su mente, con todas sus fuerzas. Este proyecto lo
llevó hasta las últimas consecuencias en la cruz, y por ser fiel fue resucitado.
Pero el proceso
no fue fácil para él. Lo recordaba el texto del evangelio de Marcos de este
primer domingo de cuaresma. Vivió días de desierto acosado por la tentación.
¿Cuál tentación? La de hacer de su vida otra cosa. La tentación de asumir un
proyecto mundano rechazando el proyecto de Dios. Ese proyecto está bien
diseñado en los textos de Mateo y Lucas, que indican el contenido de tres tentaciones:
hacer un milagro fácil buscando tan solo el provecho personal (convertir las
piedras en pan); poner el centro de la vida en la búsqueda del prestigio
individual a través de acciones espectaculares (tirarse de arriba abajo desde
lo alto del templo); poner el corazón en el poder y en las riquezas para ser
feliz (aceptando la propuesta del tentador con sus condiciones).
Esas tentaciones
las sintió Jesús. Pero no las aceptó. Las rechazó de plano, con la palabra de
Dios en su corazón y en su boca, estableciendo con total claridad que solo Dios
sería el único absoluto de su vida. Y así lo hizo hasta el fin. A pesar de que
la tentación volvió en otros momentos de su vida, como en el huerto y en la
cruz, Jesús supo poner siempre toda su vida en las manos de su Padre.
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