Por Enrique Moreno Laval
En este recién
pasado domingo 5 de febrero, se cumplieron 45 años de la muerte de Violeta
Parra, por suicidio. Todos nos sentimos conmovidos al saber la noticia en aquel
verano de 1967. Tal como nos conmueve siempre una muerte en tales
circunstancias. Nos llenamos de preguntas: ¿por qué una determinación tan
drástica?, ¿qué llevó a esta persona a acabar con su vida de esta manera?, ¿qué
desmotivación por vivir hubo detrás de aquello?, ¿cuál desesperanza?.
Muchas veces no
hay respuestas adecuadas. Más bien se multiplican las preguntas. Los más
cercanos se preguntarán: ¿qué no hicimos a tiempo?, ¿por qué no estuve allí?Y
se torturarán con escrúpulos y culpas. La única verdad es que nos enfrentamos a
uno de los misterios más complejos del alma humana. La Iglesia misma, que en
algún tiempo llegó a descalificar a los suicidas, hoy los mira con la
comprensión y la compasión que corresponde a una madre de verdad.
Una vez más es
Jesús el que nos señala este camino de la compasión. En el texto del evangelio
de este mismo domingo pasado, aparece Jesús rodeado de gente junto a la puerta
de la casa de Simón y Andrés, donde se hospedaba. Y entre esa gente hay una
multitud de enfermos que buscan sanación, que ven en Jesús la posibilidad de
una curación del alma y del cuerpo, la que comienza por una acogida comprensiva
y continúa con una actitud compasiva que se interesa de verdad por la vida de
las personas.
Si
los cristianos fuéramos siempre así, si nuestra Iglesia de veras volviera a
Jesús, si tuviéramos en nuestro corazón, permanentemente, sus sentimientos,
contribuiríamos sin duda a construir una humanidad más equilibrada, más serena,
menos hostil y más hospitalaria. Tal vez contagiaríamos al mundo entero de buena
voluntad para que cada uno consigo mismo y todos entre todos bajemos ese nivel
de violencia tan dañino que nos destruye. Seguramente habría menos suicidios.
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