Por Enrique Moreno Laval sscc
Si todos nos tratáramos como hermanos, como hijos del mismo padre y madre, con un solo espíritu de amor… Estaríamos viviendo exactamente aquello que en la Iglesia llamamos la Santísima Trinidad. ¿Tan simple como esto? Sí, tan simple… y a la vez tan complejo.
La Trinidad es una manera de decir lo que es Dios. Aquello que con tanta justeza y profundidad señala en el nuevo testamento la primera carta de Juan: “Dios es amor”. Donde haya amor, ahí estará siempre Dios; donde esté Dios sólo podrá haber amor. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son como una familia que se quiere con toda el alma, que dialoga siempre, que se regalan constantemente comprensión y compasión, que va siempre juntos, que ríen y lloran en comunión de sentimientos, que sólo saben darse amor entregado hasta el extremo.
Si viviéramos de esa manera, el mismo Dios estaría con nosotros para siempre y su presencia sería el gran aporte de los cristianos para el mundo entero. Un tremendo regalo. ¿Qué esperamos para hacer que todo esto sea realidad? Es la tarea de la Iglesia: llevar adelante sin demora la misión de Jesús.
Un teólogo de nuestro tiempo (José Antonio Pagola) se preguntaba no hace mucho: “¿No vemos que la Iglesia necesita un corazón nuevo? ¿No sentimos la necesidad de sacudirnos la apatía y el autoengaño? ¿No vamos a despertar lo mejor que hay en la Iglesia? ¿No vamos a reavivar esa fe humilde y limpia de tantos cristianos sencillos?”
¿Podríamos comenzar ahora mismo por nuestra propia parroquia San Pedro y San Pablo?
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